Se dan comúnmente confusiones en torno a las palabras “inmigrante”, “exiliado” o “refugiado”. Un inmigrante puede haber abandonado su país por voluntad propia o por verse forzado por las circunstancias económicas, en busca de una mejora de vida. Exiliado se considera a quien abandona su país porque por motivos políticos podría verse condenado a la clandestinidad, a la cárcel o a la muerte. Por su parte, el refugiado es aquel que huye de su país porque su vida está directamente en peligro de muerte; porque su país está sumido en una guerra. En este último caso se encuentran los cuatro millones de personas que han huido de Siria por miedo a no poder seguir viviendo, dada la guerra civil en dicho país desde 2011. Europa, que se resquebraja cada día un poco más por sus propios conflictos internos económico-políticos, desde sus instituciones está dando un espectáculo lamentable de cinismo ya no solo tratando de ignorar las necesidades de millones de personas que solicitan asilo en alguno de los países de la unión, sino también incumpliendo las convenciones firmadas de derecho internacional con total impunidad [1].
No es un problema menor o que no nos atañe; según la Comisión Española de Ayuda al Refugiado se trata de “la mayor crisis mundial de refugiados desde la segunda guerra mundial”. La segunda guerra mundial, que setenta años después de su fin emociona ahora vía cinematográfica a muchos de los que no quieren ver las tragedias presentes.
Aunque, a decir verdad, bien visible llegó a ser la imagen del niño sirio muerto en la orilla del mar Egeo, tanto por su explotación en los medios de comunicación como en las redes sociales por parte de gente anónima. Muchas lágrimas de cocodrilo se han vertido últimamente ensuciando todavía más de hipocresía una sociedad europea que no quiere ver niños muertos pero que no tiene inconvenientes en vender armamento a los mismos terroristas de los que luego pretende desvincularse.
Ni empatía, ni conciencia histórica, ni cumplimiento de tratados internacionales que tratan de garantizar unos mínimos de solidaridad y convivencia pacífica o democrática. Lo que estamos viendo en Europa, no ya desde las últimas semanas, sino desde hace mucho tiempo, incita la pregunta “¿de qué sirven todos estos tratados, convenios y reglamentos?”
Podemos dedicar parte de nuestro tiempo y de nuestro artículo a pensar por qué los nietos o descendientes más lejanos de aquellos y aquellas mujeres que vivieron las guerras del siglo XX y tuvieron que buscar refugio donde fuese para luchar por sus vidas ahora se dedican a pensar que ayudar a esa gente de Siria solo nos traerá problemas, o que es secundario, o que mejor regatear el número de personas a las que acoger de mala manera. Sin embargo, quizá eso de apelar a los sentimientos humanos o a la empatía sea tanto pedir que lo mejor, y también más justo y eficaz, sea referirse al ámbito del derecho. No podemos pasar por alto la admirable tarea de miles de ciudadanos europeos anónimos que han ofrecido sus casas o se han organizado para ayudar a los refugiados abandonados en la estación de Budapest a su suerte o en cualquier otro sitio, con alimentos, ropa y demás necesidades. Pero aún con lo admirables e imprescindibles que son estos comportamientos, no debemos simplemente confiar en que siempre habrá gente dispuesta a ayudar desinteresadamente al que sufre. Lo que debería asegurar una “unión europea” que no fuese una farsa, junto con mecanismos de regulación internacional en conflictos bélicos como éste, es la protección sin regateo de cuantos más seres humanos sea posible, movilizando desde las instituciones cuerpos de seguridad del Estado y habilitando espacios que permanecen vacíos para salvar vidas.
No han sido pocos los políticos europeos de talante fascista que han dicho o insinuado que muchos de los sirios que huyen de su país quieren entrar en Europa porque aquí se puede ganar más dinero, o que nos quitarán puestos de trabajo, o que parece que arriesgan su vida y gastan todos sus ahorros para venir aquí porque no tienen nada mejor que hacer. Como es evidente, y muchos testimonios de refugiados así lo constatan, lo que más querría esa gente es no tener que huir de su país dejando atrás sus vidas, sus casas, sus seres queridos, trabajos, familias… pero hasta las evidencias más transparentes pueden resultar opacas a quien no quiere ver más que sus propios “problemas” o quien no quiere saber nada más que la cantidad de beneficios que la guerra le reporta. Sin duda, detrás de toda crisis humanitaria hay siempre alguien (véanse potencias occidentales) que saca ingentes beneficios de todo ese dolor con intereses.
Para terminar, apuntar también que en ningún caso se está pretendiendo defender una naif visión según la cual todo aquel que quiera entrar y vivir legalmente en Europa debería poder hacerlo sin ningún problema. Pero en esto que algunos llaman “el primer mundo” -que en caso de existir deben ser algunos países de Europa, EEUU, Canadá y poco más- se tienen que tomar las riendas no solo para intervenir y bombardear sino también para asumir todas las responsabilidades y consecuencias de los propios actos. Europa se quedó a oscuras hace mucho tiempo y ya no es esa luz que ilumina el mundo dando ejemplo con luchas internacionalistas, o con aquello de “libertad, igualdad y fraternidad” que se llevó el viento. Pero es natural que el instinto de supervivencia lleve a millones de personas a arriesgarlo todo para llegar a nuestras costas, pues mucho peor están en sus lugares de procedencia. Con políticos que no están a la altura y que no son capaces de ponerse de acuerdo seguramente los parados o trabajadores precarios que tienen miedo de los refugiados pueden estar tranquilos; seguramente nadie les va a quitar el no-trabajo y, al fin y al cabo, sin dignidad se puede seguir viviendo de alguna manera.
[1] Por ejemplo, la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados del año 51.